La música de la naturaleza
Por Roxana Amed.
Llegamos a Coconut Grove, en Miami, Florida (Estados Unidos) a la madrugada.
Salimos del aeropuerto, de grandes pasillos con dibujos de mar. Nos ayudaron a llevar las cosas a un auto, y el conductor a subirlas, una especie de limousine espaciosa y honorable, y nosotros tratamos de ayudarnos a respirar tranquilos. Atravesamos autopistas y más autopistas, jardines y más jardines mientras la noche no nos dejaba ver más.
Teníamos sueño y estábamos increíblemente despiertos, a muchas horas de viaje del país que dejábamos y llevando con nosotros todo lo posible de la vida que teníamos. Y a los dos gatos. Ofendidísimos, murmuraban lo mismo: sueño, cansancio. Miedo, un poco, teníamos todos.
El taxi tomó una avenida y aparecieron algunos edificios altos, torres con cristales, luces, un boulevar se desplegó entre las sombras. Abrí la ventanilla. El aire estaba cálido y generoso, como en verano en Buenos Aires, pero no era Buenos Aires. La sombra del mar del otro lado del boulevar y el olor a sal nos lo recordaron.
La ropa no era apropiada, salimos con lo que pudimos sacar a tiempo de las valijas que dejamos y de las que trajimos, un poco abrigado, un poco oscuro, un poco ropa de emergencia. Hablábamos un poco en español, un poco en inglés, nos mirábamos, nos sentíamos poderosos y frágiles. La limousine –así lo recuerdo– se acercó silenciosamente hasta la entrada del edificio, también llena de luces, los árboles adornados de lucecitas, grandes puertas, lámparas y jardines.
Y un silencio profundo, excepto por el murmullo del gato indignado por las horas de vuelo, el ruido, el frío, el calor, tanta cosa nueva, y quién sabe qué nos espera ahora. Pero todo se veía como una fiesta silenciosa, una mesa servida en medio de un jardín, música que estaba por empezar a sonar. Sereno, sabroso, prometedor.
Bajamos todo, dejamos a los gatos oler la naturaleza, el cambio de hemisferio, el mar unos segundos, después la alfombra, el ascensor, la casa nueva. Con los gatos recorrimos el departamento. Muebles nuevos, espacio sin nosotros, orquídeas.
No sé cómo cambió la luz, y el día se asomó en cada ventanal, entre los árboles, traído por el viento. Salimos y nos llevó unos segundos acostumbrar los ojos, vimos un espacio inmenso ante nosotros, detrás de los árboles del boulevar, el mar, la rambla luminosa, los mástiles blancos, las piedras rojas de los caminos entre el parque, pequeños bosques en cada casa, una biblioteca en medio del jardín, esculturas en las veredas, festivales de arte y de calabazas, gente saludándonos, las bicicletas, las veredas limpias y floridas, las caras diferentes, otras palabras. Todo tenía otro resplandor. Otro hemisferio. Un aire curador nos rozó la cara.
Han pasado los meses. Aún nos recibe ese aire generoso cada mañana.
Este pequeño reducto del sur de la península de Florida, lugar de marinos y aviadores, templos zen, yoga en los parques, además de la pura belleza natural del Caribe, tuvo el poder mágico de cerrar heridas profundas, borrar arrugas, devolver sonrisas, hacer desaparecer todo rastro de exilio. Ofrecer silencio para que la música que estaba esperando empezara a escucharse y hacer que los metros cuadrados se convirtieran en nuestra casa.
* Roxana Amed es cantante y compositora.
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